El dolor, que se define como “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a un daño tisular real o posible”, es el síntoma más frecuente en los pacientes oncológicos, entre el 30 y el 80% de los pacientes con cáncer lo padecerán a lo largo de su evolución.
Las causas del dolor oncológico son múltiples: la localización del tumor primario o de las lesiones a distancia, la invasión de raíces nerviosas o tejidos adyacentes e incluso las consecuencias derivadas de los tratamientos administrados (cirugía, quimioterapia, radioterapia…). Además, alteraciones emocionales como la ansiedad o la depresión, son otros factores relacionados con la percepción del dolor.
El dolor oncológico puede dividirse según su mecanismo fisiopatológico en:
– Dolor nociceptivo: por afectación tumoral directa de tejidos no nerviosos como piel, músculo, articulaciones y vísceras. Hay dos subtipos.
– Dolor neuropático: afectación directa del sistema nervioso central o periférico. Es percibido por el paciente como hormigueo doloroso, hiperalgesia o incluso dolor por estímulos que habitualmente no lo producen.
Por otro lado, según su duración, el dolor oncológico puede ser agudo si es menor de 3 meses y desaparece con la lesión causal o crónico, conllevando un claro deterioro de la calidad de vida del paciente.
El dolor irruptivo es un aumento brusco, de alta intensidad, rápida instauración y corta duración que puede aparecer en cualquier paciente oncológico con independencia del dolor basal presentado y de su tratamiento.
Antes de plantear un tratamiento para el dolor oncológico, es necesario hacer una correcta historia clínica para conocer el diagnóstico de cáncer específico, su localización y su extensión, así como el tipo de dolor, su duración, su intensidad y su impacto en la vida del paciente.
Además, es imprescindible reevaluar la situación de forma periódica y frecuente. No hay que olvidar que el dolor tiene un componente subjetivo importante por lo que no hay dos pacientes iguales, incluso con el mismo diagnóstico, y la respuesta a los tratamientos y la aparición de efectos secundarios puede variar de forma significativa.
De forma muy general, el tratamiento del dolor oncológico, clásicamente se ha basado en los pasos de la llamada escala analgésica de la Organización Mundial de la Salud.
– Analgésicos no opioides como el paracetamol y los antiinflamatorios, indicados en el tratamiento del dolor de intensidad baja o moderada, especialmente si tiene características nociceptivas.
– Opioides menores como el tramadol o la codeína combinados o no con los fármacos del primer escalón, e incluso opioides mayores a dosis bajas, para tratar el dolor de intensidad moderada que no responde adecuadamente o que aumenta en intensidad.
– Opioides mayores como morfina, oxicodona, fentanilo o incluso metadona en sus diferentes formas de administración (oral, parenteral, transdérmica o transmucosa) para tratar el dolor de alta intensidad o que no responde a los tratamientos de los escalones previos.
Cabe resaltar que el control del dolor neuropático suele precisar la combinación de fármacos coadyuvantes como los antidepresivos o anticonvulsivantes.
En el manejo del dolor oncológico, sobre todo en el secundario a afectación ósea, suele añadirse bifosfonatos o denosumab, que disminuyen el dolor y las fracturas patológicas.
Por último, existen medidas no farmacológicas que pueden ser utilizadas en el control del dolor oncológico, como puede ser la radioterapia con intención antiálgica o descompresiva, ciertas técnicas quirúrgicas e incluso intervencionismos como bloqueos radiculares, la radiofrecuencia o infiltración de estructuras diana.
Alejandro Riquelme
Mayo 2020
Referencias
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Artículo redactado y validado por:
Alejandro Riquelme
Médico Adjunto especialista en Oncología Médica en HC Marbella International Hospital en Málaga. Co-fundador de Oncare Madrid.
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